LA CONQUISTA DE AMÉRICA (Los perros de la guerra)

Los canes peninsulares fueron introducidos en las Indias como acompañantes naturales de sus amos desde el segundo viaje de Colón. Les seguían los primeros caballos, cerdos, gallinas y cabras entre otros animales europeos que compartieron, junto a marineros, hidalgos y religiosos el siempre escaso espacio de las 17 naves colombinas que en 1493 vomitarán la esencia del viejo mundo en el nuevo.

 Animales que, con mayores o menores facilidades de adaptación ecológica, iniciarán también su particular conquista de América. Sin embargo los primeros perros que atraviesan el Atlántico, poco o nada tendrán que ver con algunas de las primeras especies de perros domésticos nativos, como los anti- llanos, de pequeño tamaño, bien cebados y sorprendentemente para los españoles, silenciosos, con los que Colón toma contacto durante su primer viaje: “Bestias de cuatro pies no vieron, salvo perros que no ladraban”.Apreciación confirmada por el cronista Oviedo, en su Historia general y naturali de las Indias (HGNI), obra donde se insiste en esta primera visión colombina de perros nativos mansos y callados, siendo testigo directo de su presencia, tanto en el marco antillano, como posteriormente en la Tierra Firme, la Nueva España, Nicaragua o Santa Marta. “Eran todos estos perros, aquí en esta e las otras islas, mudos, y aunque los apaleasen ni los matasen, no sabían ladrar; algunos gruñen o gimen bajo cuando les hacen mal.Los pequeños perros nativos fueron quizás los pri- meros mamíferos, junto a venados y conejillos de Indias, que entraron a formar parte de la dieta de los colonos españoles, forzados desde muy temprano a depender de algunos de los recursos cárnicos que utilizaban las sociedades indígenas. Estos serán consumidos o aniquilados, como fue el caso y necesidad en la villa de la Isabela, isla de la Española, cuyos habitantes acabaron comiéndose a todos los perros gozques que encontraron por la isla, y a cuantos animales de cuatro patas comestibles pudieron cazar con los perros peninsulares, que acabaron a su vez finalmente consumidos, por aquello de no hacer distinciones a la hora de paliar un hambre provocada por la negativa indígena a trabajar ni culti- var para los españoles. El propio cronista se atrevió con un “xulo”, perro nativo llamado así en Nicaragua, de los que decía que se criaban muchos y en otras ocasiones le supo bien la carne de gozque, consumida asada y untada con ajos castellanos y: “El caso es que todos los españoles que lo han probado, loan este manjar e dicen que les paresce no menos bien que cabritos”.


Mientras que el perro nativo, más bien pequeño, grueso y doméstico fue usado principalmente como alimento, animal de compañía o era destinado al sacrificio ritual a determinados dioses, como sucedía en el México prehispánico, donde se creía que acompañaban a las almas de los muertos en el mundo sub- terráneo, el conocido en el occidente cristiano como “mejor amigo del hombre” funcionó en la conquista como una verdadera pieza multiusos, demostrando una gran interacción y versatilidad de funciones, ejercidas a remolque siempre de las necesidades de sus conquistadores y señores amos. Así, de la existencia de pequeños perros caseros, criados y consumidos por los indios, se pasa a la presencia de medianos o grandes perros criados y entrenados para matar y devorar indios. El cambio no dejó de ser verdaderamente brusco para los indígenas.
Si los españoles se asombraron de la docilidad de los ejemplares nativos, los indios en general se horrorizaron de la agresividad y fiereza de los perros de Castilla, diabólica invención: “Pues sus perros son enormes, de orejas ondulantes y aplastadas, de grandes lenguas colgantes; tienen ojos que derraman fuego, están echando chispas: sus ojos son amarillos, de color intensamente amarillo... Son muy fuertes y robustos, no están quietos, andan jadeando, andan con la lengua colgando”. Imágenes siniestras y terroríficas, sonidos y olores del miedo que empezaron a penetrar en la mente de unos indios que no sabían muy bien que era lo que tenían delante, ni para que eran utilizados.


Centinelas en los campamentos o Reales, actuaban como el mitológico Can- cerbero, que custodiaba con celo la puerta de los infiernos. Sus tres cabezas, sus múltiples ladridos y sus mordeduras, impedían a los seres vivos acercarse a las moradas subterráneas. Evitaban con su fino olfato ataques por sorpresa, descubriendo emboscadas en montes y selvas, donde el mejor conocimiento del terreno, siempre parecía dar ventaja al indígena. La prevención de emboscadas la reseña entre otros cronistas Fray Pedro de Aguado, al hacer referencia a la entrada por el Orinoco del capitán Alonso de Herrera en 1534, cuando un soldado llamado Morán, encargado de realizar una noche la ronda del campamento: “llevaba unos perros consigo, los cuales sintiendo el olor de los indios que estaban en la emboscada, fueron hacia el arcabuco, y sin osar entrar dentro, comenzaron a ladrar...y descubriose la celada”.Perro conocido y destacado en estas y otras labores fue Bruto,  de Hernando de Soto, quién guardaba de noche con tanto celo el campamento que: “no entraba indio enemigo, que luego no lo degollase”.Vargas Machuca, en su obra Milicia y descripción de las Indias, manual tardío del conquistador indiano, dedica unos párrafos al papel desempeñado por los perros, centrándose principalmente en sus papeles defensivos y olvidándose de sus facetas agresivas y represivas, aunque como el mismo nos dice : “no quiero negar de que algunas veces salgan los indios mordidos de perros, pero están enseñados que como el indio no se defienda y se postre o derribe no hace más que ladralle hasta que llega el soldado”. En esos momentos, las ordenanzas de 1573 habían dejado clara la necesidad política de un cambio de tendencia en el lenguaje y el trato al indio, haciéndolo mucho mas conciliatorio y pacificador que en la etapa anterior. De ahí el interés por remarcar exclusivamente las labores defensivas de los esforzados canes: “y en general se aprovechan de la ayuda de perros, por haber hallado de cuánta importancia son para su defensa y vela en los Reales y para descubrir emboscadas”, no sin dejar de reconocer el temor que infundían estos en los indios y su eficacia general en Indias, ofreciendo junto con su experiencia un último consejo: “Son de mucho provecho y yo no iría a ninguna jornada sin ellos”.
 
Los perros fueron utilizados constantemente en combate durante toda la con- quista, formando parte de la hueste, ya fuera en vanguardia como tropa de choque, lanzándolos contra las muchedumbres indígenas para aprovechar el temor y desconcierto inicial o en retaguardia en labores defensivas del grupo de con quista, a cargo de la guarda del ganado o de los enfermos que siempre lastraban y retardaban el avance general del grupo. El propio Cristóbal Colón fue el primero en utilizar perros de presa en las primeras campañas represivas en Jamaica y la Española en 1494 y 1495: “muy gran guerra haze acá un perro, tanto que se tiene a presçio su compañía como diez hombres, y tenemos d ?ellos gran necesidad”, y desde entonces todo grupo de conquista que se preciara llevaba un número indeterminado de canes para ser utilizados como un recurso bélico de singular importancia. Fueron utilizados por Juan Ponce de León en la conquista de Puerto Rico, acompañaron a Cortés en la conquista mexicana donde el códice Florentino nos informa varias veces de su presencia delantera en la hueste cortesana, antes de su entrada en la capital mexica: “y sus perros van por delante, los van precediendo, llevan sus narices en alto, llevan tendidas sus narices: van de carrera, les va cayendo la saliva”; en la Nicaragua de Pedrarias, la Nueva Granada, la Venezuela de los gobernadores alemanes, en las conquistas de Tucumán o Chile, en el Alto Marañón intentando olfatear la ansiada canela de Gonzalo Pizarro, acompañando a Hernando de Soto en la Florida o por las áridas tierras de Arizona y Nuevo México, a las órdenes de Vázquez de Coronado. La ayuda militar de los perros de guerra, siempre protegidos con escaupiles de algodón ajustados al cuerpo y gruesas carlancas, fue mayor en zonas difíciles o boscosas donde el caballo, tan útil en espacios abiertos no podía maniobrar para imponer su clara superioridad. Solos o en aterradoras jaurías, siempre obedientes, combatieron, aterrorizaron, sufrieron y murieron junto a sus amos o por ellos, vendiendo siempre muy caras sus vidas, a costa de demasiadas vidas ajenas: “bien se puede fácilmente juzgar qué y cuáles obras podían hacer los canes  ferocísimos, provocados y esforzados por los que los echaban y açomaban en cuerpos desnudos o en cueros y muy delicados; harto mayor efecto, cierto, que en puercos duros de Carona o venados”.
Si tuviéramos que singularizar el papel bélico jugado por los perros en la con- quista, y su alta consideración socio militar, sin duda podríamos utilizar las figuras de Becerrillo, Leoncico o Bruto, alumnos aventajados entre muchos, en cuyas biografías se reconocerían gran parte de los caninos conquistadores. Perros como estos son los que llevarían a exclamar al cronista Mártir de Anglería las “maravillosas cosas” que se refieren de los perros empleados en los combates.


La fama de Becerrillo, no sabemos si ya era un perro criollo nacido en la Española o llegó de la península, le permitió ser recordado en crónicas e historias en relación a la conquista de la isla de San Juan (Puerto Rico): “de color bermejo, y el bozo, de los ojos adelante, negro; mediano y no alindado; pero de grande entendimiento y denuedo”.Entendimiento y denuedo que le permitía ganar un sueldo para su amo de parte y media, la correspondiente a un ballestero y cuyo prestigio y eficacia tranquilizaba y daba ánimo en combate a quienes le acompañaban: “Que más vituperio puede ser para un cobarde, que ganar un sueldo una bestia entre los hombres”, recuerda Oviedo. Reconocía a un indio bravo entre los mansos, apresaba indios huidos siguiendo su rastro a la orden de “Ido es el indio” o “búscalo” y su fiereza ponía en fuga a cuantos indios se le ponían por delante, si es que no caían en sus fauces. Murió en batalla en 1514, como correspondía a su prestigio, tras salvar al capitán San- cho de Arango de la acometida de indios caribes, cuyas flechas emponzoñadas lanzadas por indios que no corrían, que tan bien los había, acabaron con la vida del can ( becerrillo.)


Hijo de tan experimentado padre, a Leoncico, perro criollo de Santo Domingo, le tocó demostrar su valía y crueldad ya en el escenario continental de “la Tierra Firme” donde, a las órdenes del adelantado Vasco Nuñez de Balboa ganaba un sueldo y  una parte y a veces dos, en oro y esclavos para su satisfecho amo. Perro bermejo de hocico negro y mediano: “era tan temido de los indios, que si diez cristianos iban con el perro, iban más seguros y hacían más que veinte sin él”. Al contrario que su padre, este también murió envenenado, pero no por flechas enemigas, sino por una comida traicionera ofrecida de mano amiga.
Finalmente, mencionaremos a Bruto, de Hernando de Soto, que acompañó a este en su entrada por tierras de la Florida. Murió tras ser flechado en el agua persiguiendo a unos indios, después de haber dado múltiples muestras de su bravura para con los indios huidos o enemigos, siendo considerado como una “pieza rarísima y muy necesaria para la conquista” por el inca Garcilaso de la Vega, cronista de la entrada de la Florida. El valor de estos canes seguramente ayudó a superar muchas veces el miedo cotidiano de los conquis- tadores, inmersos, a pesar de su superioridad militar en un mundo extraño, muchas veces hostil y siempre amenazante.
Termina de nuevo el entendido capitán Vargas Machuca, dando el visto bueno final a la intervención militar de los canes, aduciendo tranquilamente que: “así la invención de los perros que en la guerra de aquellas partes se ha usado es buena, porque con ella se han hallado presto muchas provincias, más de lo que tardaran y hubiera costado muchas más vidas así de los nuestros como de los suyos”. El objetivo final, la conquista y extensión de la fe, justifica los medios militares empleados, reflexión mas que discutible que transforma al perro asesino de indios en salvavidas, acortando el tiempo de conquistas y por tanto del sufrimiento de los indígenas con su ayuda conquistados.
 
Becerrillo, Leoncico, Bruto, junto a Amadís, Turco, Calisto y tantos otros perros anónimos, fueron expertos en aperreamientos variados y ejemplos claros de cómo los perros de guerra fueron utilizados como intermediarios aventajados en la utilización del terror psicológico, la tortura física y la aplicación de la pena de muerte en Indias, a pesar de la referencia de Vargas Machuca de que la “invención de los perros” no era para cometer crueldades sino para ayudar al intento de los españoles de extender la fe de Cristo, suponemos que también a golpe de mordiscos. Las Casas nos refiere en su discutida Brevísima relación de la destrucción de las Indias la extensión del aperreamiento como práctica de represión, después de que el cronista Oviedo nos recuerde su definición: “Ha de entender el lector que aperrear es hacer que perros le comiesen o matasen, des pedazando el indio”.En dicha obra Lascasiana aparecen diversas referencias de aperreamientos al hablar de la isla Española, Jamaica, Nicaragua, Guatemala, Panuco y Xalisco, Yucatán, Perú y el Nuevo reino de Granada.Enseñados a ser crueles con el enemigo indio, a cebarse en ellos, “con el ejercicio de la guerra y despedazar indios se hacían bravos como unos tigres”,la represión canina fue particularmente utilizada para acabar entre otras con la sodomía, la homosexualidad o el bestialismo, prácticas que siempre fueron vistas como gra- ves perversiones de una rígida moral católica que se buscaba imponer a toda costa. A Leoncico por ejemplo, lo especializaron en aperrear sodomitas lujurio- sos, como los 40 o 50 putos que se encontraron en la provincia panameña del cacique Cuareca y que Balboa, ejerciendo de juez y ejecutor, mandó aperrear y luego quemar para que no quedara rastro de su abominable y sucio pecado: “La casa de este encontró Vasco llena de nefanda voluptuosidad: halló al hermano del cacique en traje de mujer, y a otros muchos acicalados y, según testimonio de los vecinos, dispuestos a usos licenciosos. Entonces mandó echarles los perros, que destrozaron a unos cuarenta”. Lo mismo haría posteriormente con el cacique Pacra y tres caciques subalternos, acusados de las mismas costum- bres obscenas. Balboa, tras juicio sumarísimo los echó a los perros y sus cadáveres destrozados los mandó quemar, por si todavía había alguna duda de su rechazo total a tales prácticas.


Se aperreaban también guías malintencionados, que perseguían con sus tre- v deshacerse de tan molestos huéspedes, como sucedió como mínimo en tres ocasiones durante la entrada de Hernando de Soto por el sudeste de Norteamérica entre 1539 y 1543; a caciques desleales, que rompían de forma traicionera su alianza con los españoles, a mujeres resistentes a los deseos sexuales de cualquier conquistador o simplemente, por el placer y diversión ocasionales que pudiera dar el aperreamiento a unos hombres sedientos de emociones y sin demasiadas preocupaciones morales respecto a los indios.
La historia de Becerrillo y la vieja india prisionera que el capitán Diego de Salazar, a las órdenes de Juan Ponce de León quiso aperrear sin razón alguna para ello es elocuente hasta el punto de hacernos ver que, en última instancia, hasta alguno de estos animales tenía mas miramientos con los indios que los propios españoles. Nos comenta Oviedo que:
“el perro se paró como la oyó hablar, e muy manso se llegó a ella e alzó una pierna e la meó, como los perros lo suelen hacer en una esquina o cuando quieren orinar, sin le hacer ningún mal... Lo cual los cristianos tuvieron por cosa de misterio, según el perro era fiero y denodado; e así, el capitán, vista la clemencia que el perro había usado, mandóle atar, e llamaron a la pobre india...Y desde a un poco llegó el gobernador Joan Ponce; e sabido el caso, no quiso ser menos piadoso con la india de lo que había sido el perro, y mandóla dejar libremente y que se fuese donde quisiese, e así lo fizo”.
Becerrillo, animal-soldado, ante la actitud sumisa y humillada de la anciana, acaba dando lecciones de clemencia y piedad a unos soldados animales que no tenían otra cosa que hacer que mandar aperrear a una pobre india, para saciar su sadismo y encontrar un poco de diversión y crueldad banal. Aparece así el aperreamiento como elemento de diversión- placer-sadismo del conquistador representado por ejemplo en el acto de entretenimiento que realiza Pedrarias Dávila en León de Nicaragua (1528), al aperrear a 17 o 18 caciques e indios principales por motivos meramente lúdicos.


Aprovisionamiento alimenticio
En cuanto a las funciones de aprovisionamiento alimentario, fueron funda- mentales dos de ellas: ayuda en la consecución de alimentos mediante prácti- cas de caza, no en vano alanos y lebreles eran empleados en España en la caza mayor de ciervos, lobos o jabalíes y tener que servir como despensa cárnica y proteínica de los grupos de conquista o de los primeros pobladores en casos de hambre prolongada.
Cuando había facilidades de abastecimiento, los canes fueron siempre una ayuda importante en el rastreo, acoso y cobro de las diversas piezas de caza, pavos, venados, dantas, pécaris o puercos monteses, más aún en situaciones
comprometidas donde la pericia y olfato de un perro podía significar dejar de pasar hambre durante unos días:
“Parte destos trabajos tan pesados solía remediar la pesquería, y la caza de conejos y venados que mataba con perros quién tenía”

Así sucedió en 1518 con la perdida perra del capitán Juan de Grijalva, en viaje de exploración por las costas yucatecas por mandato del gobernador de Cuba, Diego Velázquez. Después de matar “diez venados y muchos conejos”para los miembros de la expedición, en una de las salidas a tierra se perdió y los hombres tuvieron que embarcar, dejándola abandonada a su suerte. Meses des pués, una nave de la expedición cortesiana que pasaba por la misma zona se topó con ella con gran alegría de la perra que, al parecer no había tenido ningún problema para sustentarse de la caza del lugar. O uno de los perros  del gobernador Diego de Nicuesa en la zona de Veragua quién, para conseguir cobrar un venado que ofrecer a sus hambrientos amos, no dudó en lanzarse al mar hasta casi perderse, acabando por regresar con el venado asido por la oreja “é sacóle hasta lo poner entre la gente: con el qual socorro é carne de aquel ciervo se esforçó mucho esta hambrienta y desconsolada gente, que en la verdad estaban todos que peresçian por falta de bastimento”.

Cuando las cosas se ponían difíciles y el hambre amenazaba la estabilidad de la hueste y la salud física y psíquica de los conquistadores, los esforzados canes, después de haber servido con abnegación y lealtad a sus amos, daban a estos un postrero servicio, ofreciendo sus vidas y carnes en el intento de sal- var de la muerte a quienes finalmente les sacrificaban. En estos casos, perros y caballos acababan compartiendo destino gastronómico, aunque al perro se le solía dar preferencia a la hora del sacrificio. Tal fue el caso de los perros peninsulares de la Isabela, consumidos junto con sus primos caribeños, la expedición de Pedro de Ursúa y Lope de Aguirre en busca de el Dorado o en particular de la querida galga del alférez general Francisco Calderón, perteneciente a la hueste de Pedro de Alvarado en ruta perdida hacia Quito, quién tras acabar con los caballos muertos, lagartijas, ratones y culebras varias, no dudó en sacrificarla: “haciendo con la mayor parte de ella un banquete a los caballeros sus amigos. Venía Luis de Moscoso malo de cierta digestión; queriéndose purgar, lo hizo con un riñón de esta galga, teniéndolo en más que si fuera una gorda gallina”. Seguramente una de las expediciones donde se produjo un mayor consumo de perros castellanos fue la de Gonzalo Pizarro al país de la canela. Como casi siempre, las expectativas de encontrar grandes riquezas a explotar se fueron quedando por el camino, mientras el hambre aumentaba y el número de perros de la expedición iba paulatinamente disminuyendo: “e padecían gran- dísima necesidad de comida, porque ya se habían comido los perros, que eran más de novecientos, e dos tan solamente habían quedado vivos,”no sabemos si por remordimientos o porque no hubo más tiempo para terminar con ellos.


Analizados los servicios y funciones en los que intervenían los perros de con- quista, éstos, actuando siempre como intermediarios en la relación-represión de españoles e indios, son forzados a entrar en la dinámica del canibalismo en la medida en que el indio, como alimento para perros se nos presenta en la con- quista como una categoría más del canibalismo hispano en Indias. Es un cani- balismo por delegación dado que los cuerpos indígenas, aunque no son consumidos directamente por los conquistadores, lo son indirectamente a través de sus perros, asumiendo el conquistador una actitud condescendiente y provo- cadora, incitando y permitiendo dichos actos, lo que atestigua una vez más el valor superior que los conquistadores atribuían a sus caninos colaboradores en detrimento de la denostada humanidad indígena. Todo ello a pesar que ya en las leyes de Burgos de 1512, se reconocía que los indios debían de ser llamados por sus nombres cristianos y no ser llamados despectivamente “perros”, como si la utilización de un lenguaje cristianamente correcto ayudara a sobrevivir a unos indígenas que ya estaban siendo explotados hasta la extenuación: “otrosí, hordenamos e mandamos que persona ni personas algunas no sean osados de dar palo ni açote, ni llamar perro ni otro nombre a ningún indio, sino el suyo o el sobrenombre que toviere”
Auxiliares de la conquista, maestros del terror. Perros de guerra, de presa, perros bravos, represivos, constantemente hambrientos que había que alimen- tar y cebar para que infundieran el terror y pavor buscados. La tipología de esta práctica vendría dada por la forma en que el indio acaba siendo alimento del vanagloriado can:
1. Consumo de indios por aperreamiento.
2. Consumo de cuerpos de indios muertos como alimento para perros de guerra.
3. Asesinato de indios, con el fin exclusivo de alimentar a los canes.
1. Consumo de indios por aperreamiento

En este caso, el consumo canino de cuerpos indígenas viene dado por la aplicación de una de las formas tradicionales de represión y de imposición del terror en Indias que era el castigo por aperreamiento, suplicio de amplia base
histórica que había sido importado desde la península, previo paso por las Canarias y las probadas carnes guanches. El aperreo nunca fue una práctica aislada, formaba parte de una serie de estrategias represivas utilizadas durante todo el proceso de conquista que tenían como objetivo final, el dominio de los cuerpos y de las mentes indígenas: “A unos [indios] los han quemado vivos, a otros los han con muy grande crueldad cortado manos, narices, lenguas y otros miembros, aperreado indios y destetado mujeres...”.

Si el aperreamiento era un castigo propio de la época, que servía para ejem- plarizar enérgicamente y aterrorizar verdaderamente a las gentes, divirtiendo al mismo tiempo a sus energúmenos amos, se transformaba en transgresión desde el momento en que como premio alimentario para el perro, no por otra utilidad, se le entregaba el cuerpo del aperreado. El ape- rreamiento no necesariamente debía de comportar el consumo del cuerpo del aperreado, aunque Oviedo no lo tuviera tan claro al darnos su definición del verbo aperrear. Este será siempre una concesión o premio del conquistador a los servicios prestados, solucionando a su vez el problema de la alimentación del can y estimulando al mismo tiempo la conducta asesina del ejemplar.
2. Consumo de cuerpos de indios muertos como alimento para perros de guerra
En este caso, no hay represión previa en forma de aperreo, sino que simple- mente se alimenta conscientemente a los perros de conquista con los cuerpos de los indígenas muertos en los diversos encuentros bélicos que se van suce- diendo, solución más fácil y económica que compartir el muchas veces escaso alimento propio con el perro o encontrarle un alimento mas apropiado y especí- fico a sus necesidades.
3. Asesinato de indios, con el fin exclusivo de alimentar a los perros
Sería esta la forma más transgresora de las tres, dado que sin ninguna jus- tificación de carácter militar ni represora, se cazan y asesinan indios no nece- sariamente hostiles, que son considerados exclusivamente como comida para perros: “yendo ciertos cristianos, vieron una india que tenía un niño en los bra- zos, que criaba, e porque un perro quellos llevaban consigo había hambre, tomaron el niño vivo de los brazos de la madre, echáronlo al perro, e así lo despedazó en presencia de su madre”. Crueldad sin límites en la que los perros juegan el papel que les otorgan sus amos, que azuzan y consienten conductas totalmente ajenas al orden moral y religioso que pretenden imponer por las armas:
“se consiguió tener en Popayán carnicería pública de indios para los perros; y se consintió ir a cazar con ellos indios para cebarlos y darles de comer”.

El horror que inspira la cita anterior, cacería infernal o montería de indios, seguramente mas cierta en la segunda parte que en la primera, no deja de ser consecuencia de la actitud que asumieron muchos conquistadores, frente a una realidad indígena que niegan tras haberla exprimido (robado el oro y violado a sus mujeres) del todo previamente.
El final de las principales guerras de conquista, a mediados del XVI, significó también el fin del protagonismo de los perros como ayudantes de campo principales. Sus momentos de gloria habían pasado y el reconocimiento de sus meritos se iba desdibujando en el tiempo. No fue fácil la adaptación a la nueva etapa colonial. Educados y entrenados para la guerra, muchos de ellos no encontraron fácil acomodo en tiempos de paz. Aunque muchos se reconvirtieron a los usos que en España se les daba, como la caza o guarda de las casas y here- dades y unos pocos subsistieron como perros de ayuda militar en las zonas fronterizas de ambos virreinatos, otros tantos fueron abandonados, humillados, forzados a huir por el desprecio de unos amos que ya no les consideraban esenciales. Cual esclavos cimarrones, se echarán al monte y buscarán el apoyo mutuo en forma de dañinas jaurías que intentarán subsistir atacando el ganado de un mundo que ha dejado de pertenecerles.: “Los perros han en tanto exceso multiplicado que andan manadas de ellos, y hechos bravos hacen tanto mal al ganado como si fueran lobos, que es un grave daño de aquellas islas”.Daño en el mundo rural, daño en algunas ciudades, como en Potosí, donde la excesiva presencia canina motivó que el virrey Francisco de Toledo en su visita a dicha ciudad, mandase hacer matanza general “de los infinitos perros que allí había” con gran llanto de los indios que, perdonando errores pasados, se habían ya acostumbrado a su presencia y compañía. El canino conquistador se transforma entonces en un enemigo que hay que controlar o eliminar, realizándose periódicas batidas con perros mansos y cobrando los cazadores por cada pieza montaraz alcanzada.

El dominico fray Antonio de Remesal desde la ciudad de Santiago de los Caballeros nos informa de las consecuencias que tuvo el final de las conquistas en Guatemala: “porque los perros bravos que servían en la guerra y habían sido sepultura de muchos reyes y caciques, faltándoles este alimento, comían los hatos enteros de ovejas y puercos con notable sentimiento de la ciudad hasta que se remedió este daño por orden del cabildo mandando, so penas graves, que cada uno tuviese atados sus perros en casa”.
Referencia que la encontramos repetida en un bando del teniente goberna- dor Juan de Garay prohibiendo que los vecinos lleven sueltos a sus perros, fechado y pregonado en Asunción el 10 de septiembre de 1579: “quanto en esta ciudad muchas personas tienen y crían gran cantidad de perros e los llevan e traen consigo sueltos a qualquier parte que van, con que hazen muy gran daño en el ganado ovejuno y cabruono [sic] que por el campo hallan de que muchos vecinos se han quexado y quexan dello, por tanto mando que [sic] de aquí adelante después de la publicación deste vando ninguna persona de todos los veçinos y moradores, estantes y abitantes en esta çibdad no sean ozados de llevar ni traer perros consiguo [sic] sueltos a cualquier parte que vayan o vengan sino atados de manera que no puedan hazer daño en los dichos ganados, so pena de seys varas de lienço, el tercio aplicado para el denunçiador y las dos terçias partes para gastos de guerra, demas de pagar y que pagara todo el daño que los tales perros hizieren” (Fitte, 1963: 305). Finalmente, las ordenanzas municipales de Guayaquil, establecen en 1590 una clara limitación a la tenencia y usos de estos animales: “se ordena y manda que ninguna persona pueda tener más de un perro, pretexto de ayuda o de casa, que los demás se maten brevemente”.

La referencia de Remesal para el Reino de Guatemala, la de Garay para el Río de la Plata y la municipal de Guayaquil a finales de siglo, nos hacen ver como el perro de la conquista ha ido dejando paso a otros animales mas propios del mundo colonial. La oveja, la cabra y el cerdo son, en el nuevo contexto colo- nizador mucho más importantes que el perro de presa, hasta el punto que se hace necesario comenzar a legislar en defensa de estos, desde los “sentidos” intereses municipales. Si nunca antes se había legislado prohibiendo el aperre- amiento de indios y su consumo por los feroces canes, prolongación de la crueldad conquistadora, ahora se alarman que dichos canes, entrenados como estaban para matar y alimentarse de indios, se ceben en los también indefensos rebaños de ovejas, cabras y cerdos. La utilidad del perro en tiempo de conquistas, se vuelve en contra de los españoles en tiempos de paz.

Se legisla en este último caso para defender un futuro colonial a costa de un cruel pasado conquistador que, en la figura de los perros bravos, tan acostum- brados a las facilidades e impunidad alimenticia que les era proporcionada por sus condescendientes amos se resiste a desaparecer. Ovejas, cabras y cerdos
son pacíficos en su naturaleza, como exige la corona que sean tratados los indios, pacificados sin empleo de violencia: “Asentar las paces con el indio es el principal intento del príncipe y con él se debe entrar porque debajo de ellas se predica el santo evangelio y debajo de ellas da el indio el vasallaje y obediencia y en reconocimiento da el tributo al príncipe”.Paz, evangelio, vasallaje y como consecuencia natural, tributo económico en una nueva dinámica colonial donde los excesos y crueldades del pasado han de ser enterrados y olvidados. Quizás la última transformación que sufrirá el perro de origen europeo en las Indias, consistió en pasar a defender aquello a lo que se le había enseñado a atacar: a los propios indios, aunque subyace en ello seguramente una mentalidad con- servacionista práctica, ligada a los intereses económicos de los propios españoles, temerosos de perder a sus cada vez mas escasos indios encomendados: “Los españoles para defender y conservar a sus indios buscaron buenos perros que trajeron de Castilla, con los cuales han muerto muchos tigres y leones”.Las fieras autóctonas como jaguares, pumas, u ocelotes, vuelven a recuperar finalmente su papel protagonista a costa de los “buenos perros castellanos”. De todas maneras nos quedamos con esta última referencia del llamado “padre de los pobres”, Fray Toribio de Motolinía, en la que los perros castellanos expían sus culpas pasadas defendiendo de otras fieras, a los siempre acosados y sufridos indígenas.